Gotas - Leandro Solís
Era la única ventana que no tenía vidrio. Yo se lo había sacado sólo por maldad, pero resultó positivo. Era un día de lluvia y entraba por la ventana una enorme brisa refrescante. Pero todo, la brisa, mi humor, la profesora, mis compañeros, mi novia, mis amigos, mi casa, mi familia, el parque, los árboles, las plantas, el césped, las casas, las nubes, los truenos, todo, todo se condensaba en esa gota que caía una otra vez, aunque siempre era una gota diferente. Había un caño que atravesaba la ventana para sostener una rejilla que impedía que los estudiantes más traviesos se escaparan a fumar o a beber bebidas alcohólicas al parque. Este caño tenía una ligera depresión –con todas las sugestiones que esta palabra puede llegar a generar- en la región central y las gotas se iban congregando justo en este sitio y cayendo a medida que ya no se podían sostener por la cantidad que se juntaba.
Yo estaba sentado en mi pupitre, las piernas descansando en el suelo, la cartuchera y la carpeta sobre el banco, mi codo también sobre el banco y mi mentón reposando sobre mi mano, con mi mirada totalmente abstraída en esa gota efímera que parecía siempre la misma pero que se transformaba en otra cada cinco segundos o un poco más. La profesora seguramente estaba anotando cosas en su agenda o planeando las siguientes clases. La mayoría de mis compañeros se la pasaba charlando, jugando algún juego de esos que se jugaban en las clases aburridas, copiando alguna tarea, o incluso trabajando en lo que la profesora había consignado, y seguramente había algún que otro colgado como yo en asuntos existenciales.
Mi mirada se había perdido en esa gota fugaz. No me interesaba otra cosa. Lo único que quería era tomarme una cerveza con mis amigos, hacerle el amor a mi novia, ver una película, comer algo rico en la calidez de mi hogar, fumarme un cigarrillo de marihuana. Y todo eso estaba concentrado en esa gota. No necesitaba irme a ningún lado, no sentía ansiedad, no tenía la necesidad de salir y ejercer todas esas acciones, todas estaban ahí, en esa gota. Y yo las disfrutaba desde donde estaba sentado. El olor a lluvia, la brisa fresca, el murmullo de mis compañeros, mi pupitre incómodo, la ventana sin vidrio porque yo se lo había quitado por pura maldad, los árboles que se movían con el viento, las miles de gotas que caían sin cesar detrás de aquella gota que contenía todo lo que yo quería. Todo lo podía disfrutar sólo en la contemplación de aquella gota cambiante. Podía sentir el placer de una cerveza, de un porro, de una mujer, de una comida, de todo, todo en esa gota.
No sé qué pasó después. Ni tampoco sé qué pasó antes. No recuerdo qué año fue, ni el mes, ni la hora, ni mucho menos la clase. No me acuerdo si siguió lloviendo, ni si después hice alguna de esas cosas que tenía en la cabeza. No tengo ni siquiera la menor idea de por qué me acuerdo de eso. Lo único que me acuerdo es que esas cosas eran el placer para mí en aquel tiempo de mi vida, y que en un momento de contemplación y despreocupación pude disfrutar del placer de todas ellas juntas, sin pensar en lo que estaba haciendo ni en lo que iba a hacer después.