Hola
Se despertó con un dolor que le producía pequeñas explosiones en el interior de su cabeza, con las piernas entrelazadas entre sí, con los brazos abrazando el inodoro, con la cabeza apoyándose de costado contra la pared, casi en noventa grados, con la boca abierta y con una ligera pero continua corriente de saliva que brotaba desde una esquina de su boca. La noche anterior había sido larga y sólo podía evocar algunas imágenes vagas mientras intentaba recordar desde el suelo del baño de su casa. Recordaba que la mayoría de las personas eran mayores que él, pero estaban todos locos de atar, todos estaban gritando, bailando, fumando, bebiendo, teniendo sexo en el baño, aspirando cocaína en la cocina, fumando marihuana en el patio, nadando en la pileta, vomitando en el pasillo; y mujeres, muchas mujeres, todas más grandes que él y todas calientes, todas dispuestas a todo. Pero sólo tenía algunas imágenes en su cabeza y, aunque estaba seguro de haber besado a más de una chica y de haber pasado sus manos por varios senos mojados con bebidas alcohólicas, no tenía la certeza de haber llegado a usar su pequeña lombriz que tenía entre las piernas. También tenía otras imágenes con el ángulo en contrapicado desde el lugar donde se encontraba reposando, cuando las veía a su madre y a su hermana mayor mientras se lavaban los dientes y se iban a trabajar, riéndose a más no poder de su estado lamentable. El resto de los recuerdos que le venían a la memoria eran imágenes de las pesadillas que había tenido. Siempre que bebía demasiado terminaba vomitando y teniendo sueños macabros.
Él iba a cuarto año del secundario y tenía un amigo que estaba terminando el último año en el mismo colegio y había organizado una fiesta de despedida con su hermano mayor porque se iban a vivir al sur con sus padres. Lo habían hecho a lo grande. Habían asistido unas cien personas y su casa se había atestado de personas de edades que variaban entre los últimos años del secundario y los primeros años de la facultad. Los padres se habían ido a dormir a la casa de los abuelos para dejarles a sus hijos que hagan lo que quieran con la casa si total estaban por mudarse en dos días y se sentían culpables por alejarlos tanto de sus amigos y del único lugar donde habían vivido.
Cuando por fin se levantó ya eran las tres de la tarde. Se lavó la cara, orinó, defecó, se lavó las manos, se volvió a lavar la cara y, finalmente, salió del baño. El alcohol se había convertido en un ácido estridente que le corría por las venas y le llegaba hasta el cerebro y se mezclaba con las migajas de la cocaína que había consumido la noche anterior. Había sido su primera vez con los narcóticos y lo habían dejado en un estado de paranoia total. Sentía ansiedad y entusiasmo al mismo tiempo y sus pensamientos se tropezaban entre sí. No sabía si prepararse algo para comer, porque estaba hambriento pero no tenía ganas de comer; y se quería bañar porque se sentía sucio, pero tenía miedo de sacarse la ropa porque alguien lo podía ver desnudo y también porque se podía morir de frío, aunque tenía mucho calor y la transpiración le daba escalofríos. No podía controlar sus pensamientos y éstos se contradecían entre sí. Así pasó largo rato en el pasillo de su casa, tomando decisión tras decisión, todas contradictorias e incoherentes, y con un dolor insoportable en el cuello.
Se internó en el sillón del living, agarró el control remoto, y se dispuso a buscar alguna buena, o mala, película en el televisor. No encontró nada bueno para ver, pero eso era lo último que importaba. Sólo quería distraerse un poco porque su cabeza tan ruidosa ya le empezaba a dar miedo, pero el remolino de pensamientos no lo iba a dejar relajarse ni ver ninguna película.
Se levantó del sillón y se estaba yendo hacia la cocina pero se frenó justo en la puerta antes de entrar. Era una cocina larga, con baldosas de ajedrez, azulejos blancos y muebles de roble. Desde el otro extremo de la cocina lo estaba mirando un pequeño pájaro de color amarillo y unos ojos enormes, tiernos y brillantes. El animal ni se mosqueó por su aparición, estaba inmutable, parado sobre la barra donde él desayunaba solo diariamente, ya que su hermana y su madre se tomaban el desayuno en el instituto donde la madre daba clases y la hermana trabajaba de secretaria.
Se quedaron un instante inmóviles, mirándose fijamente. El pájaro no parecía afectado en absoluto por la presencia de aquel sujeto que estaba por entrar a la cocina, pero él, después de un momento de desconcierto por la presencia de aquel animal, empezó a sentir un pánico que le brotaba desde el pecho, le subía hasta su cabeza, y le cacheteaba el cerebro con una satisfacción sádica. Salió corriendo espantado hasta su cuarto. Movió todas sus cosas como si hubiera estado buscando algo, abría los cajones del escritorio y agarraba y soltaba sus pertenencias después de inspeccionarlas rápidamente y finalmente se tiró en su cama y se quedó mirando el techo, jadeando, sintiendo los latidos precipitados de su corazón, con la cara de alguien que hubiera visto un fantasma.
Se quedó tan solo unos minutos en la cama hasta que reflexionó sobre sus pensamientos alocados y volvió para corroborar si había realmente un bicho amarillo y bonito parado sobre la barra de la cocina o si había sido un juego de sus pensamientos que estaban desvariando desde que se había despertado. Llegó hasta la puerta para corroborar que el pájaro seguía en su sitio, apacible y hasta con una apariencia servicial. Esta vez él no corrió despavorido asaltado por los demonios de sus miedos como la primera vez, pero tampoco se atrevió a entrar a la cocina. El animal se había adueñado de aquel territorio de la casa, sólo con su presencia, sin necesidad de mover un ala siquiera, sus delicados ojos de pupilas enormes eran suficientes para espantar aquel individuo con trastornos paranoicos. Él se volvió disgustado a su sillón para volver a fijar su vista en la pantalla del televisor mientras su cabeza seguía especulando y tomando decisiones y contradiciéndose y hasta asustándose de algunos pensamientos raros e incongruentes ¿Y si en vez de un pájaro era un monstruo gigante con tentáculos y garras y varias cabezas? Salió disparado hasta la puerta de la cocina para asegurarse de que, efectivamente, era un pajarito amarillo e inocente y no una bestia gigante y espeluznante. Se le fue el miedo de los huesos por un momento y se atrevió a dar un paso hacia el interior de la cocina, pero justo cuando estaba por apoyar el pie en la cocina por primera vez ese día, el pequeño pájaro pestañeó. No lo había hecho antes y él lo tomó como una señal. Todo el pánico volvió recargado y él se volvió a su sillón de pensar, esta vez enojado consigo mismo y angustiado por el hambre que le comía las tripas.
Ante los reiterados fracasos de entrar a la cocina, y después de buscar algo de comer en el resto de la casa, se fue a comprar algo al almacén de la vuelta. Se compró unas papas fritas, una gaseosa de litro y medio, y una barra de chocolate blanco. Con eso no tenía ninguna necesidad de entrar en la maldita cocina y podía acostarse y relajarse para ver alguna buena, o mala, película. Empezó con las papas fritas y realmente lo relajaron. La exagerada cantidad de sal en las papas fritas y del azúcar en la gaseosa le surtieron un efecto relajante y pudo sentirse tranquilo por un momento, hasta que “hola” una voz lo sorprendió por la espalda y las papas y la gaseosa volaron por los aires.
-¿Qué te pasa estúpido?- le preguntó su hermana
-Me asustaste imbécil.
Ella no le respondió. Lo miró con cara de lástima, con esa sonrisa que se entierra en las mejillas y con las cejas altas, y se fue a la cocina. Él la miró mientras cruzaba la puerta, después levantó las papas y se puso a comer; mirando, desde el sillón, la puerta de la cocina; esperando que reapareciera su hermana o que, al menos, desde allá le dijera algo acerca del inesperado pájaro que había aparecido en la casa.
-¿Viste el pájaro? -le gritó él desde el sillón, pero no recibió respuesta- ¿Y mamá? ¿Por qué no se volvieron juntas? –Esperó respuesta por un momento- ¡Ey! ¡Contestá estúpida!
Se empezó a preocupar por su hermana, aunque no lo demostrara, y se fue hasta la puerta de la cocina nuevamente. Desde allí no la veía y la llamó varias veces pero ella no le respondió. No se podía haber ido a ningún lado, como mucho al patio pero no era tan grande como para que no lo escuchara. El pajarito seguía ahí, mirándolo, como si nunca hubiera dejado de mirarlo, en la misma posición, en el mismo lugar, con la misma mirada, con los mismos ojos. Él empezó a gritar el nombre de su hermana, casi desesperado. Gritó una, dos, tres, cuatro veces. Siguió gritando cada vez más fuerte hasta que un chirrido estruendoso y espeluznante salió del diminuto pico del animalito que estaba parado en el otro extremo de la cocina, sobre la barra donde él diariamente tomaba el desayuno. Él se quedó atónito. Más asombrado que aterrado, pero a la vez paralizado, como si el miedo no se hubiese ido y sólo permaneciera como un demonio escondido en algún lugar recóndito de su conciencia, agarrándolo con unas cuerdas invisibles que lo ahorcaban y no lo dejaban gritar más. Se quedó callado e inmóvil durante un rato largo, como una estatua mal hecha, sin perder de vista al pajarito amarillo.
Cuando al fin se sobrepuso del grito aterrador de la adorable criatura salió corriendo al exterior de su casa. El miedo se divertía a sus expensas, le había soltado las cuerdas que lo tenían paralizado y con un mazo con clavos en la punta le aporreó el corazón para que todo el pánico que se había acumulado se le amontonara en las venas y perdiera el control. Él se encontraba afuera totalmente desorientado, sudando a chorros, casi empapado, le temblaban los brazos y las piernas. No lograba enlazar dos pensamientos seguidos de forma coherente. Pensó en pedir ayuda, pero ¿ayuda por qué? ¿Porque un pájaro que no medía más de veinte centímetros le había hecho algo a su hermana? Era ridículo. Volvió a entrar a la casa y se dirigió velozmente a su cuarto. Volvió a desparramar sus cosas como si estuviera buscando algo, pero esta vez con una convicción mayor. Abrió los cajones, sacó y desparramó todo, busco entre el desorden del escritorio, entre las cosas que tenían su lugar en el suelo, entre su ropa sucia, entre las sábanas de la cama, entre los libros del colegio, y devuelta en el cajones y entre el desorden del escritorio. Se quedó quieto en el medio de su cuarto, pensando, inmóvil. De repente quebró la quietud y se fue corriendo al baño. Allí encontró lo que había estado buscando. Agarró el celular que estaba en el suelo, al lado del inodoro, buscó entre los contactos, y llamó.
- ¿Hola?
- ¡Hola, mamá! ¿Dónde estás?
- Acabo de llegar a casa. ¿Por qué? ¿Pasó algo?
- ¿Estás acá? ¿En dónde? ¡No vayas a la cocina! –Esperó respuesta- ¿Mamá? ¡Mamá!
Salió del baño y la buscó en todas las habitaciones y en el comedor, mientras intentaba que le respondiera por el celular ya que no había colgado. Se fue hasta la puerta de la cocina y empezó a insultar a ese maldito y hermoso pajarito de plumas amarillas y relucientes. Le lanzó el celular y se rompió en varios pedazos a unos pocos centímetros del animalito volador. La rabia lo agarró por la espalda y se puso inquieto como un caballo salvaje, empezó a patear las paredes y las sillas. Agarró un florero y se lo lanzó al ave, luego el control remoto del televisor, después unos libros, y hasta un cuadro pero no logró atinarle con nada de nada. Quedó tirado en el suelo del comedor, llorando a gritos y pataleando y golpeando el suelo con sus puños hasta que se le acabó la energía y quedó inerte como un pedazo de jamón a punto de ponerse rancio.
Después de un rato se levantó y se fue al baño para lavarse las lágrimas secas que tenía en la cara, salió de la casa, y empezó a caminar con un rumbo fijo. El sol se estaba poniendo pero faltaba todavía para que anocheciera y el aire apenas se movía en cada brisa esporádica. Al principio su cabeza cobró cierta estabilidad y se pudo relajar, aunque más que relajación era resignación. Se convenció de que la mejor idea iba a ser irse a lo de su amigo que se estaba por mudar y tomarse unas cervezas para despedirse y de paso tranquilizarse y olvidarse de la situación del pájaro maldito y que cuando volviera a su casa ya iba a haber pasado todo.
Al rato de haber salido de su casa empezó a sentirse perseguido, pero no había nadie detrás de él, ni en ningún lado. La calle era un desierto.
Su amigo le abrió la puerta y lo hizo pasar al instante. Estaba vestido igual que la noche anterior y se notaba en su cara todos los estragos de la noche anterior y no se podía mantener parado más de unos minutos. Hablaron un rato de la noche anterior y destaparon una cerveza de las que habían sobrado de la fiesta de despedida. Se quedaron en la pirca bebiendo y esperando que terminara de anochecer.
- ¿Y? ¿Qué onda con la flaca que te garchaste?
- ¿A quién me garché?
- ¿Qué? ¿No te acordás? A la morochita esa de ojos bien de gato que te estuvo agitando desde que llegaste.
- Mmm… -Lo pensó un rato- ¡Sí! ¡Ya me acuerdo! Pero, ¿me la garché?
- Supongo. Cuando yo los vi, la mina te estaba metiendo la mano adentro del pantalón y vos le estabas manoseando hasta el apellido, jaja.
- ¡Sí, sí! Pero, ¿qué pasó después?
- Ah, bueno, tanto no sé. Después no los vi más. Supongo que te la habrás llevado a algún lado. ¿No te acordás?
- Me acuerdo de ella. Pero nada más.
- Bueno, Ya vengo. Me voy al baño. Vos, seguí pensando y después me contás.
Él se quedó pensando. Es verdad que había estado con una chica la noche anterior pero le costaba recordar qué había pasado exactamente. Era una chica más grande que él, como casi todas, pero no tanto; tenía unos ojos grandes e inocentes, una sonrisa tierna y encantadora, y una nariz pequeña y redondita. Era un angelito de tez morena y pelo negro y lacio que lo agarró y, en unos minutos, lo dejó endemoniado con sus manos intrépidas. Era la cara de la santidad y de la lujuria al mismo tiempo. No había ni un resquicio de maldad en su aura, pero sentía que el contacto con aquella dama sublime le había dejado el alma repleta de demonios.
Recordó los primeros minutos en contacto con ella y sintió cariño. Era muy simpática, inocente, humilde, inteligente, graciosa, sencilla, y, sobre todo, hermosa, y no tardó en tomarle afecto. Luego recordó cuando empezaron a besarse y buscaron algún lugar donde no pasara mucha gente, pero no había ningún sitio del todo privado. No les preocupó demasiado la falta de privacidad ya que estaban todos en un jolgorio desacatado y no escatimaron en afectos. Era verdad, ella no sólo le había metido la mano adentro del pantalón sino que también había entrado en su ropa interior y se había puesto a jugar como si tuviera una lombriz regordeta y resbaladiza entre los dedos. Lo que pasó después no lo pudo recordar bien porque se había puesto demasiado gráfico y ya para ese momento había tenido una erección que no lo dejó seguir pensando como venía. Pero sabía que se había ido a algún lado con ella. Sabía que no se había acabado ahí. Y en el fondo sabía también, aunque no lo quisiera aceptar, que no habían tenido sexo con ella.
Los últimos rayos de sol se escondían detrás de la casa de la vereda de enfrente, la cerveza estaba fría y el aire estaba dócil. Sentía los demonios en su interior. Estaban quietos pero no rendidos. Incluso parecía que se estuvieran riendo en silencio, esperando un tropiezo suyo para largarse a las carcajadas.
Había pasado más de media hora desde que su amigo se había ido al baño y no regresaba. Entró a la casa a buscarlo. Era un desastre. Había manchas de bebidas en el suelo y en las paredes y botellas de todos los tipos esparcidas por todos los rincones, colillas de cigarrillo, etiquetas de cigarrillos vacías, dos celulares olvidados, paquetes de papas fritas y de maní con algunos resto, algunos cuadros torcidos en la pared, una cartulina con dedicatorias, un mazo de naipes; y todo eso era sólo el living de la casa. Mientras caminaba por el pasillo, pateando botellas y vasos vacíos, sentía cómo los demonios se inquietaban en su interior pero intentaban aguantar la conmoción, como si estuvieran esperando que él hiciera algo, algo de lo que estaban seguros que él iba a hacer. Llegó al baño con un paso lento e indeciso. Tocó la puerta y mientras lo hacía sentía cómo algunos de sus demonios cedían a la excitación y se desplomaban en carcajadas. Abrió lentamente la puerta y se lo encontró. Se había convencido a sí mismo de que era imposible pero ¿por qué tanto miedo entonces? En el fondo sabía lo que se iba a encontrar. El pajarito estaba parado sobre el lavamanos con su más tierna mirada en los ojos. Él empezó a caminar hacia el interior del baño y recordó “me fui a casa con ella”. No tenía sentido, era un demonio cobarde que lo llevaba, convenciéndolo de que no tenía nada que temer, mientras los otros demonios empezaban a desplomarse en carcajadas.
Una vez adentró del baño casi llegó a convencerse de que no había ningún peligro pero un portazo estruendoso lo hizo saltar del susto y automáticamente desvió su mirada hacia la puerta detrás de él. Mientras examinaba la puerta, intentando deducir qué fue lo que la hizo cerrarse así, percibió cómo el aire se iba transformando en una masa áspera, oscura y rojiza. La luz estaba apagada y ya era de noche pero sentía como si las paredes emanaran una tenue luz roja. Fue enderezando lentamente su cuerpo para enfrentar al pajarito amarillo de alas cortas. Había pedazos de carbón negro flotando por el aire y apenas podía vislumbrar algunos objetos entre la roja oscuridad. Era como una imagen del infierno que había tenido en una pesadilla cuando tenía diez años luego de confundir un vaso de vodka con uno de agua. Los demonios estaban todos riéndose a más no poder, revolcándose; algunos hasta tenían convulsiones y quedaban paralizados con una sonrisa mezclada con una cara de horror. Cuando finalmente enfrentó cara a cara al persistente animal, éste se había transformado totalmente. Ya no era una pequeña criatura de unos pocos centímetros. Había mutado en una bestia de más de un metro de altura. Su plumaje se había oscurecido y era negro como la propia oscuridad. De entre sus plumas salía un esplendor rojo y jadeaba tanto que se le desprendían las plumas y quedaban dando vueltas en esa masa de aire sangriento, mezclándose con los pedazos de carbón y cenizas y formando un torbellino caliente y violento. Su cuerpo tenía la misma forma, sólo que mucho más grande y negro, se paraba derecho como un búho. Su mirada se había vuelto más penetrante, llegaba hasta sus ojos y lo hipnotizaba y lo dejaba paralizado. Él ya no podía moverse y apenas podía hacerse una idea de lo que era capaz aquella bestia. Sus piernas le temblaban tanto que calló de rodillas al suelo. El torbellino de plumas y cenizas le hacían tajos en el rostro y en los brazos y en la ropa, pero él estaba abstraído en los ojos del animal y su cara no mostraba ninguna expresión ni señal de dolor.
Sólo un demonio quedaba en pie después de que todos los demás cayeran desplomados por las risas. Se tapaba la cara con las manos, pero se le escurría entre los dedos un manantial de lágrimas de dolor y de angustia, sufriendo en un llanto desconsolado.
Él estaba tieso como una estatua de bronce en ese torbellino, con sus ojos clavados en los ojos de la bestia, y una lágrima solitaria salió de uno de sus lagrimales y se escurrió fatigosa por su mejilla.
La bestia empezó a abrir sus alas. Lo hacía lentamente, como parte de un ritual, para no dejar que su presa se despierte del hechizo de sus ojos. Cuando parecía que ya habían alcanzado toda su longitud, las alas seguían extendiéndose. Eran gigantes y parecía que podían seguir alargándose indefinidamente. Ya casi ocupaban todo el lugar y hubo un cambio imperceptible en la mirada del animal. Los demonios dejaron de reírse y lo miraron con sorpresa. El demonio que lloraba desconsoladamente frenó las lágrimas por un momento y se destapó la cara para mirar a la bestia con la misma expresión atónita que los demás.
Él volvió en sí y cayó en la cuenta del torbellino que lo encerraba, en el dolor de las plumas cortantes y los pedazos de ceniza y carbón que lo golpeaban, en el calor insoportable, en los destellos rojos de esa oscuridad infernal y, sobre todo, en la bestia de más de un metro que jadeaba desesperada, emanando un aura podrida enfrente de él. Su cara inexpresiva fue transformándose paulatinamente en la cara del terror. Y la cabeza del pájaro empezó a desfigurarse hasta que lanzó un chirrido mil veces más fuerte y terrorífico que el de esa misma tarde.
En el resto de la casa reinaba el silencio. Los padres de su amigo no habían llegado todavía y el hermano mayor estaba en la casa de su novia despidiéndose con sus últimos coitos. Su amigo había desaparecido y el único ruido era el de la heladera cada vez que arrancaba el motor. Alguien tocó la puerta pero no había nadie para abrirle. Una joven de unos veinte años husmeaba por la ventana al lado de la puerta para ver si había alguien en la casa. Después de un rato se decidió a probar si la puerta estaba abierta y entró a la casa. “¿hola?” preguntó, pero nadie le contestó. Inspeccionaba el lugar, como si hubiera estado buscando algo, pero no le hacía falta hurgar nada, sólo con una mirada examinadora le bastaba encontrar lo que buscaba. Era una muchacha delgada, pelo lacio y negro, labios carnosos, y ojos de ángel. Se abrió camino entre los trastos que se esparcían por todos los rincones de la casa. Cuando llegó al baño la puerta estaba abierta y su mirada investigadora se transformó.
-¡Ahí estás! ¡Al fin! Me había hartado de buscarte, ya te estaba por dejar donde estés y que te las arreglaras solo. ¿Y qué hacés acá? Yo te dejé en la casa de aquel otro chico, el más pendejo. No podés andar haciendo desastre en todo el barrio ¿ahora vos vas donde te pinta, no? Ya vas a ver. Vení, metete en la cartera. ¿Sabés qué? No vas comer por una semana. A ver si así aprendés. Después ando yo buscándote por todos lados. Dale, vámonos, que no soporto el olor a mierda que hay en este lugar.v
Leandro Solís