Acrísola- Lema
Un día, espontáneamente, atravesó la muralla. Prendió el velador y no requirió el té de manzanilla de las mañanas, ni revisar el polvo del mueble y tocadiscos de su padre. Tampoco se preguntó cuán profundo por debajo de la cama se encontraban sus pantuflas y sabía que en el correo no habría más que aire. Por el contrario se maquilló y rescató de la oscuridad, junto con su inevitable juventud, sus aretes favoritos.
Encontró belleza por cada paso. Y en cada vereda vió reflejada su experiencia resumida en una inmensa claridad y paz. El banco de la plaza fue su cachetada y redentor; ya no le pesaban sus ochenta y tantos convertidos, ahora, en un tercio de los ladrillos que la vida cordialmente le otorgó.
Su marido pasó de ser un cuerpo en un cajón, al correteo de habitación en habitación estando recién mudados, se convirtió en un beso en el vientre, en la noche de vino en Venecia, en infinitos abrazos sorpresivos con olor a café, en las visitas nocturnas, en la mirada más hermosa y constante que vió en su vida. Su eterno amante se convirtió en la primera mirada.
No sabía qué estarían haciendo sus hijos, menos se podía imaginar si alguien había amado como lo hizo ella. No sabía la hora, ni en qué momento la madera debajo de su cuerpo – cristalizada por el otoño – se había tornado tan acogedora. No sabía qué estupor la abrazaría próximamente y, definitivamente, no esperaba nada.
El bandido llevaba puesta una camisa a rayas y un pantalón marrón cuyas botamangas apenas acariciaban la parte superior del talón de los zapatos con lustre viejo. También se denotaban los lentes que, fuere cualquiera la situación, siempre permanecerían allí, con una pata ahorcada en el bolsillo de la camisa.
No pretendas, bandido, quitarme este sentir. No éste. No hoy.
No te prometo mucho – dijo el bandido, mientras apoyaba la espalda en el banco –. A estas alturas no hay mucho que ofrecer.
Quizás la distracción fue producto del viento tapado de un amarillo que sólo algunas hojas, como las de esa mañana, podían regalar. Pero ella estaba allí, dando su más inocente beso a un malhechor, con aroma a correteo y café.
Pronto supo de la dicha y la pasión que había en los tejidos de su madre y en los juegos del parque con el que creció y desapareció. Secreteaba con su hermana, iba corriendo a todas partes, era la madre quisquillosa de todas sus muñecas. Leía hasta el cansancio y participaba de las reuniones musicales con sus amigos. En algún momento no apreció más que breves episodios de felicidad, ahora ésta la hacía llorar. Supo de lo implacable del recuerdo. Más bien ella estaba ahí, viviendo, escuchando cada canción a través del tiempo.
En unos parpadeos estaba caminando – o pretendiendo hacerlo – y apretó bien fuerte la mano de su eterno amante. Y siguió allí, en Venecia, en su casa, en el café, en el parque, con sus besos, con sus niños en brazos, reviviendo, durmiendo.
Soñando para siempre.